Israel Fernández inunda de raza y flamenco el Universal Music Festival en el Teatro Real
El flamenco es un género cardinal para Universal Music Festival, que lo ha acogido en su programación en varias ocasiones. Sobre los escenarios del Teatro Real han actuado a lo largo de estos años maestros de distintas generaciones –de José Mercé a Miguel Poveda, pasando por Niña Pastori o José del Tomate– y se ha rendido necesario tributo a la obra inabarcable y transformadora de Paco de Lucía. Mirar al pasado nos ayuda a comprender mejor el presente y nos permite proyectarnos hacia el futuro. Con la música de Israel Fernández ocurre lo mismo, el cante del manchego viene desde muy lejos –tiene una vibración insondable, mistérica incluso– pero cautiva en tiempo real –aquí, ahora– e invita a seguirle allá donde su arte decida llevarnos.
Esta noche nos ha traído hasta el coliseo operístico de la Plaza de Oriente con una excusa más que buena: presentarnos las canciones de “Pura sangre”, álbum publicado a finales de mayo que lo confirma entre los grandes cantaores contemporáneos. También como letrista con enjundia, capaz de ensanchar su tradición con un discurso actualizado –sencillo, claro como el agua– que remueve los ancestrales posos de la lírica flamenca.
Fernández elabora una puesta en escena acorde al espíritu de su nuevo vástago discográfico, encarnando a ese caballo con pedigrí de flamencura que ocupa un cercado –presidido por un crucifijo– sobre el que percuten nudillos y palmas. Se suceden soleás, alegrías, cantes de levante, y en cada pieza la disposición escénica va cambiando, para llegar a una configuración más convencional –palmas, cajón, guitarra– a la altura de “Al tercer mundo”, bulerías de encaste político con versos que arañan: “Poca verdad mucha mentira, buenos muriendo, malos con vida”.
Después de la tanda de bulerías completada por “Despierta” y “Fiesta”, cambia el rumbo del recital con el martinete “Pucheros y sartenes”, antes de sentarse frente al teclado para sorprendernos con su pianismo al interpretar “Vino amargo”, que se traduce en una de las mayores ovaciones de la noche. Abrumado, se dirige a la platea en voz baja, asegurando que no se cree aún que estar donde está hoy, y bromea con lo que le cuesta aguantar el tirón de los aplausos, antes de presentar al guitarrista Diego del Morao, pieza fundamental en su propuesta. Y con los tangos “Caminos y vereas” nos recuerda la lucha de los menos favorecidos –“Y andaban con sus carros por caminos y vereas, los seguían los civiles / ellos fueron esclavos para que hoy tus seas libre”–, alargándolos para el regocijo de un público que se entrega sin oponer resistencia.
Su último trabajo en estudio abre la puerta –desde dentro, que es como algunos entienden que debe franquearse el paso hacia el flamenco– a los sonidos electrónicos del productor Pional, que se hacen notar con buen criterio en la serrana “Seré silencio”, la cual contiene líneas tan cohenianas como estas: “Cuando tú quieras silencio, seré silencio yo mismo, haré callar a los vientos pondré mi pulso más lento”. Ahora mismo Israel es nuestro hombre, sin duda. Pero una nueva tanda de bulerías nos conduce hacia el gran final, con el fandango “La tuya y la mía” antes de celebrar –ya con la bajada de telón– la próxima paternidad de Pirulo, uno de sus palmeros, y de despedirse tras setenta minutos plenos de emoción.